Carta de Vicente Aleixandre a Dámaso Alonso. (11.03.1934)
«Ha muerto mi madre, Dámaso. Murió hace tres días, el ocho, a las cuatro horas de acabarse la operación, de la manera más inesperada. Le habían extraído un cálculo mayor que una avellana, y todo parecía ir bien. Pero su pobre corazón cansado, su cuerpo intoxicado por tantos días en enfermedad no pudieron resistir, no consiguieron vencer la anestesia, y sobrevino la muerte sin que recuperara el conocimiento. A las dos horas de operada la vio Rozábal, que la encontró bien y recomendó sólo una ampolla de aceite alcanforado para sostener el corazón. Pero media hora antes de morir su pulso estaba débil y su cuerpo no entraba en reacción. Se le puso adrenalina. Nosotros no nos dábamos cuenta de la gravedad. Diez minutos antes de morir no lo sabíamos aún. Murió en un sueño, sin agonía; tan dulcemente que no queríamos creerlo. Yo recogí su último aliento cuando volvía corriendo de buscar al médico de guardia. Fue todo rápido, brutal; brutal en su tremenda realidad, no en su forma que fue suavísima, en un tránsito insensible. Me parecía dormida, tan dulce, tan en paz. Toda su vida de amor infatigable, toda la actividad de su espíritu para querer me parecían tenerlos cuando la besé en su frente ya muerta,
La trajimos inmediatamente a casa y anteayer la enterramos. No dejamos ir a mi padre al cementerio y fui yo solo. Vinieron parientes y amigos familiares. Yo a nadie avisé porque no quería ver a nadie.
No te quiero decir nada de mi. De lo que yo siento que me falta, de esta sensación casi física de mutilación no te puedo hablar. Yo no sé cómo son las madres. Yo sé cómo era la mía, y sé que la generosidad y el amor suyo no eran como otros. No, Dámaso, no. Tú no sabes cómo era mi madre. No he conocido nada, nada, comparable en cuanto a renunciación de sí misma. Había que verla minuto a minuto, en las mínimas reacciones en la intimidad, para ver que ella no sentía su cuerpo, su persona; parecía como si no los notara y fuera sólo espíritu, dádiva, despreocupación por la propia materia. No espíritu de mortificación, no; sino un fuerte y alegre verterse hacia los demás, un generoso instinto de olvido de sí misma.
Conmigo sufrió mucho, pobre madre mía. Yo que he pasado enfermedades graves y he estado desahuciado, sé cómo la he sentido a mi lado y de qué manera, cuando casi se arrastraba porque no podía materialmente con su cuerpo. Yo sé cuál era su fortaleza y su ternura de madre. He visto su corazón roto por mí y la he visto entera sonriéndome casi con heroísmo. Pero no es esto; es todo lo demás, lo del minuto y el afán diario, lo del perdón y la comprensión y el amor más puro lo que no puedo definir, pero lo que siento que me grita en mi corazón.
¿No habrá más vida? Cuando la miraba tan pura y tan serena, me apenaba horriblemente la duda de que esté definitivamente muerta. ¿Nunca más? ¿Jamás en otra parte? ¿Muerto, definitivamente muerto, aquel espíritu que era mío en mí y que ya no es nada? No puedo, no puedo con esta verdad, si lo es. Qué hermosa la esperanza en otra vida, qué humilde esperanza la de reintegrarse en los que se quiso.
Hoy he ido a misa con mi padre, quizá no creo en nada, no lo sé; pero lo haré todo por ella (iré a sus misas, a su rosario) porque sé que ella se alegraría con ternura. Claro que iré. Si no creo, creo en ella y en lo que ella creía.
Adiós, Dámaso. Tu carta me hizo llorar porque llegó cuando yo venía de darle tierra. Murió sabiendo que moriría. Se despidió (casi sin insistir, por no apenarnos) antes de operarse, y fue sonriente y resignada, con una mirada que era un adiós entre una sonrisa como de falsa esperanza. ‘Qué buenos sois, hijos míos; me voy contenta a operarme’. Y se sonreía y decía que estaba alegre.
No sigo, Dámaso. Adiós, adiós. Yo sé que tú la estimabas ¿verdad? Adiós, te abrazo mucho. Vicente».