Lo que importa África

Lo que importa África

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África importa poco o, por ser más precisos, importa sólo para lo que importa. Para darse cuenta de ello basta tomar un mapamundi y comprobar la imprecisión del mismo. El continente africano,  con más de 30 millones de kilómetros cuadrados, aparece prácticamente del mismo tamaño que Norteamérica, con 6 millones de kilómetros cuadrados menos de superficie. Visualmente, si cogiéramos las superficies de todo EEUU, España, Reino Unido, China, Francia, Alemania, India o Italia y las superpusiéramos sobre África seguiría quedando espacio sin cubrir. Los mapamundis, claro está, se hacen en Occidente (y Hemisferio Norte).

Lo que parece una mera anécdota sirve para ilustrar el desapego de lo que se denomina mundo desarrollado -y que ahora se cae a trizas- por África. Básicamente su importancia descansa en dos únicos factores, economía y seguridad, aunque la segunda siempre es consecuencia de la primera. No importa tanto el desarrollo de los países africanos como lo que podamos explotarlos para seguir creciendo nosotros. Mirar a algunas de las proyecciones que se realizan es suficiente para constatar este hecho: en veinte años, África tendrá la población más joven del mundo y la mayor cantidad de mano de obra barata. Se prevé que para 2040 habrá 1.100 millones de trabajadores africanos sin formación, pues la diferencia de licenciaturas sociales frente a las ingenierías es brutal a día de hoy. Le arrabatará esa plaza a China, que es quien ahora la ostenta en lo que no es, precisamente, un paraíso de respeto por los Derechos Humanos.

La propia ONU, a través de su Comisión Económica para África (UNECA), se refiere al continente como polo de desarrollo global, fijando para 2020 tres grandes mercados: Nigeria (Lagos), Sudáfrica (Johannesburgo y Ciudad del Cabo) y Egipto (El Cairo y Alejandría). Global, esa es la clave, porque toda acción llevada a cabo en África siempre es interesada y cortoplacista. Dicho de otro modo, ayudar al desarrollo local y generación de infraestructuras productivas no cabe en la cabeza del mundo desarrollado, salvo si es a cambio de esquilmar los recursos naturales de los países africanos.

Lo mismo sucede con la seguridad, aunque de los conflictos que se viven en África no nos llega ni una décima parte de los que acontecen. ¿Cuáles nos llegan? Aquellos en los que las masacres son imposibles de ocultar o, como el caso del Sahel, las que salpican a Occidente de pleno. Miremos a Malí, por ejemplo. ¿En algún momento se ha buscado la estabilidad de la zona para contribuir al desarrollo local que, a largo plazo, beneficiaría al resto de la Comunidad Internacional? En absoluto, porque los brazos del capitalismo depredador se extienden por doquier, incluida a la seguridad.

El problema es que siempre lo ha hecho de una manera necia, sin previsión, cortoplacista, como he mencionado. Así, Francia es hoy el mayor impulsor de la intervención militar en Malí (el próximo 27 de noviembre se reúne el Consejo General de la ONU para debatirlo). Curiosamente, este mismo país fue uno de los que más forzó las divisiones étnicas cuando a finales del XIX culminó su colonización africana. Divide y vencerás, pensó, y a la larga se ha vuelto en contra de ellos mismos, pues hasta la llegada de los colonos los diferentes grupos étnicos habían convivido en un marco de razonable vecindad, enfrentándose pero también aliándose, incluso, casándose entre sí.

Ahora, a pesar de que buena parte del Ejército maliense y de su población están en contra de la intervención militar, es posible que ésta se produzca, no porque la Comunidad Internacional vele por la seguridad de civiles malienses, sino porque Malí se considera un foco terrorista. Esta misma semana, durante la inaguración de la Cátedra sobre Cultura de la Defensa en la Universidad CEU San Pablo de Madrid, el general Miguel Ángel Ballesteros lo dejaba claro al afirmar que “el Sahel es nuestro problema, uno de los principales que tenemos ahora”.

Nada importa el millón y medio de malienses afectados por la hambruna o los más de 300.000 desplazados; lo importante es cuidar del fuerte de Occidente sin ni siquiera recapacitar que la estabilidad en esos países no debería llegar por vía de las armas, sino del desarrollo local que, a su vez, trae prosperidad, desterrando conceptos como la competitividad -que en este caso es imposible con las subvenciones que otorgan los Gobiernos occidentales a sus propios productores- o la relación desarrollo y crecimiento, que no han de ir parejas.

La cosa aún es peor porque, ya no sólo referido a Malí y su intervención militar, sino a todos los nuevos procesos democráticos abiertos en el Norte de África, Ballesteros asegura que es necesario la Unión Europea los monitorice y “trate de influir en esos nuevos escenarios, porque el futuro de esos países será fundamental para la seguridad de Europa”.  ¿Por qué los pueblos no pueden dirigir sus propios destinos? ¿Por qué en lugar de intoxicar con políticas que a nosotros ya nos han conducido a una crisis colosal no propiciamos la prosperidad necesaria que traiga aparejada esa ansiada seguridad? Y, sobre todo, ¿cuándo entenderemos de una vez por todas que seguridad no es dominación?

“Ya no somos revolucionarios, desde hoy somos asesinos”

“Ya no somos revolucionarios, desde hoy somos asesinos”

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Rusia, 1905. Un grupo de revolucionarios quiere atentar contra la tiranía del zar. Pero se dividen en dos bloques: uno convencido de que la lucha armada es el camino; el otro comienza a dudar y plantearse si matar es la única forma de lograr lo que persiguen. Ese es el argumento del libro de Camus Los Justos, un texto que habla de ideales, terror, de quienes lo ejercen y de sus justificaciones. La compañía 611 Teatro ha trasladado la acción alMadrid de 1979, tras las elecciones legislativas de marzo, y al terrorismo de ETA. La obra estará en Matadero, en Madrid, hasta finales de octubre.

La banda planea un atentado contra un alto cargo del Gobierno, pero algo sucede y da lugar a discusiones entre los miembros y al primer atisbo de conflicto ideológico. En el grupo están el jefe del comando, el que acaba de salir de la cárcel y pertenece al aparato más radical, la mujer que duda ante el recuerdo de un compañero perdido, el que abandona al comando y el que actúa persiguiendo unos ideales, por la independencia, pero que, cuando ve de cerca las caras de las víctimas, antes de activar el detonador, algo cambia en él para siempre.

“He elegido el tema de ETA, porque desde que nací la banda ha estado en mi vida. Más de mil muertos y mil familias destrozadas. Sesenta años de muerte y violencia. Necesitaba hablar de eso. Cuando eres vasco, ETA está por todas partes, en la familia, en el colegio, en la calle, y tenía la necesidad de hablar de algo de lo que normalmente no se habla”, comenta el director del montaje, Javier Hernandez-Simón, nacido en Bilbao, igual que José Antonio Pérez, con el que firma a medias la versión de la obra. Y continúa: “Tenía muchas preguntas: ¿Por qué se estaba matando al lado de mi casa? ¿Por qué resulta tan fácil quitar la vida de otro por una idea?”.

La puesta en escena es simple y limpia; las luces juegan un papel fundamental. Una puerta se abre al fondo del escenario, por la que aparecen cinco figuras a contraluz iluminadas por un gran foco blanco. Se dirigen a un cuadrilátero sin paredes, delimitado en el suelo por unos listones de madera. Está lleno de una tierra negra en la que los actores se rebozan, con la que juegan, aprietan con sus puños y arrojan al suelo con furia. En el centro, hay un enganche de donde salen unas cuerdas, cada uno se ata una de ellas alrededor de su cuerpo. Toda la obra es una lucha contra esas cuerdas, a veces más largas, a veces más cortas, pero que, sean del tamaño que sean, los mantienen atados a esa situación; no luchan por quitárselas, sólo se acomodan a ellas. A un lado del escenario, vemos una pila de agua iluminada desde el fondo en la que se lavan todo el rato compulsivamente. Cara, brazos, a veces refrescándose y otras luchando por limpiar algo, no sabemos qué, restregándose compulsivamente.

José Antonio Pérez, el coguionista, ha escrito sobre la obra: “Treinta años después de los hechos que narra la obra, el terrorismo de ETA persiste, ajeno ya a cualquier sueño revolucionario, atrapado en una espiral de violencia sin sentido ni futuro alguno. Nuestra sociedad tiene una deuda con su propia historia. Durante décadas, la ficción española se ha mantenido alejada del contexto social que la acogía, rechazando su función cronista y reflexiva. Los Justos es una obra sobre ETA. Y es una obra contra ETA. Es una ficción sobre un hecho histórico de nuestro país y, por tanto, sobre nosotros mismos. Es una reflexión sobre por qué llevamos medio siglo conviviendo con el terrorismo y por qué, aún hoy, hay quien lo practica y justifica”.

Es la primera obra de teatro que toca tan directa y ampliamente el tema de ETA, por lo que había ciertas expectativas. Los actores coinciden en que de estos temas no se hablaba. “No nos enseñaron en el colegio qué era ETA”, comenta Alejandro Gadea. Y no sólo en el País Vasco. Creen que la obra plantea preguntas y coinciden en huir de la simplificación del tema, al afirmar que los terroristas son unos asesinos y no ver más matices.

‘Los Justos’ se representa en las Naves del Español en Matadero, Madrid. Hasta el 26 de octubre. www.611teatro.com

La obra de Camus, Los Justos, se puede descargar aquí.