La pequeña localidad burgalesa de Quintanalara, donde sólo nueve de sus vecinos viven todo el año, apuesta así por el turismo cultural.
El pase de diapositivas requiere JavaScript.
Son 33 vecinos censados, sólo nueve de ellos habitan sus casas durante todo el año. Quintanalara, 36 kilómetros de Burgos, tiene sólo cuatro calles, bordeadas por edificaciones de piedra, de una planta. Quintanalara es uno de esos pueblos castellanos que uno sólo se cruza cuando va a otro lugar. Pero tiene una biblioteca. Una con 16.000 libros.
La pequeñísima localidad burgalesa ha saltado a los mapas esta semana, cuando anunciaba que había conseguido un reto que se propuso el pasado octubre: construir una gran biblioteca abierta las 24 horas los 365 días del año. Calculaban que en las estanterías del Potro, el local municipal acondicionado para Entrelibros, cabrían unos 10.000 volúmenes. Lo que no esperaban era recibir 6.000 más.
La mayor parte de las donaciones son de particulares, «gente que hereda la biblioteca de sus padres y no sabe qué hacer con ella, gente que da seis o siete de su biblioteca particular… La gente tiene un montón de libros«, cuenta Rubén Heras, alcalde de Quintana.
El boca a boca, sobre todo a través de las redes sociales, ha terminado involucrando en el proyecto a instituciones, públicas y privadas, enamoradas de la iniciativa de este pequeño púeblo de la comarca de Lara. La Universidad de Navarra, por ejemplo, ha aportado 2.000 kg de libros, que «mandaron en un camión».
Cojo un libro y dejo otro
La idea de Entrelibros no es funcionar como una biblioteca al uso, donde uno toma prestado un libro y, después de leerlo, lo devuelve. Su objetivo es convertirse en lugar de intercambio: me llevo un libro y dejo otro mío. Por eso, se han integrado en la red española de bookcrossing en Internet, donde tienen registrados hasta ahora 325 títulos. «Nos ha escrito incluso un señor francés», presume Heras. De hecho, Quintanalara es uno de los puntos de la red BookCrossing Spain con más libros.
Aunque Internet sea una herramienta poderosísima para sacar a una pequeña comunidad del anonimato, lo que quieren los vecinos de este pueblo de Burgos es que los lectores acudan, en persona, a conocer su biblioteca. «Lo bonito es venir al Potro, rebuscar entre sus estanterías y encontrar ese título que te emocione», explica el alcalde. Él mismo ha contribuido a llenar los estantes. Su donación más preciada tiene, además, mucho de simbólico. «Los santos inocentes, de Miguel Delibes, el mejor homenaje al medio rural».
En un futuro, su pequeño templo de la literatura busca convertirse, además, en un punto de encuentro cultural, con presentaciones de libros y actividades. «Simplemente, hemos creado un elemento cultural más para las Tierras de Lara«, dice, y propone un plan perfecto para el fin de semana: «Una visita al románico de la comarca que culmine con una buena historia». De momento, dejamos a los vecinos de Quintanalara terminando de ordenar los libros. A ellos y a los curiosos, que ya van llenando de vida este pequeño enclave lleno de cultura.
Los filólogos, probablemente incluso antes de marcar la casillita correspondiente del formulario de inscripción preuniversitaria, tenemos una cosa clara: no tenemos ni idea de en qué acabaremos trabajando. O mejor dicho, hemos asumido como algo seguro que acabaremos ejerciendo varias profesiones diferentes (algunas simultáneamente). Esto, que a primera vista podría resultarles a algunos poco menos que una condena, tal y como yo lo veo es en realidad una gran ventaja: ser especialista en un idioma (ya sea el tuyo materno u otro diferente) te será útil en prácticamente cualquier trabajo, por lo que tenemos una mayor capacidad para, llegado el momento, reinventarnos profesionalmente. Algo que, en una sociedad que cambia a pasos agigantados, más que una virtud se convierte en necesidad.
El filólogo necesita, una vez acabada la carrera, especializarse en algún campo en concreto para poder ejercer y sacarle rendimiento económico a su formación. Es decir, coger toda esa teoría maravillosa que hemos ido absorbiendo y disfrutando durante cuatro años ytransformarla en un oficio, en algo por lo que te paguen y que te permita, en algún momento de tu vida, emanciparte.
Y entonces es donde empieza el verdadero dilema para algunos que, como yo, no teníamos una predilección clara por ningún campo profesional en especial. De entrada, nos planteamos unas cuantas posibilidades más o menos obvias relacionadas con el mundo de la enseñanza y la edición. Pero la vida da muchas vueltas, y la vida profesional de un filólogo más. Así que uno empieza trabajando de lo que puede mientras se va formando en lo que le apetece o lo que sospecha que puede tener más salidas en el mercado laboral. Y, poco a poco, es probable que pasemos por varios oficios diferentes, acumulando experiencia en diferentes campos, no todos ellos relacionados directamente con la filología, al menos no a simple vista.
Ahí va un listado de empleos en los que me consta que trabajan o han trabajado filólogos que yo conozco:
Yo he ejercido siete de estas once profesiones y no reniego de ninguna: todas y cada una de ellas me han aportado muchísimo, no solo como persona (que es importante, no lo olvidemos) sino también como filóloga. Y en todos se valoró muy positivamente mi vasto conocimiento y dominio del español.
Filólogos del mundo, ayudadme a aumentar el listado. ¿En qué otros trabajos habéis ejercido como especialistas de un idioma?
En Cálamo y Cran llevamos formando especialistas del lenguaje desde hace casi 20 años. Si quieres recibir una orientación
Los campus públicos españoles investigan y producen innovación y desarrollo tecnológicos en mayor medida que las universidades privadas. Estas últimas, en cambio, destacan en docencia. Son algunas de las conclusiones del informe U-Ranking que en su tercera edición ha incorporado 11 campus privados para analizar la producción de sus facultades en relación con los medios que emplean para ello.
Frente a las grandes clasificaciones internacionales que analizan sobre todo las variables de investigación y en las que solo figuran en puestos intermedios los centros públicos españoles, el informe de laFundación BBVA presentado este lunes analiza también aspectos mesurables de la docencia. Se fija, por ejemplo, en el número de profesores o la cantidad de presupuesto por cada alumno, el número de doctores por cada 100 estudiantes, la tasa de éxito (asignaturas aprobadas) o de abandono (cuántos estudiantes dejan la carrera antes de acabarla).
Entre las conclusiones, destaca que las universidades públicas son más productivas en general que las privadas y encabezan los resultados sobre todo en investigación y transferencia tecnológica frente a las privadas, que en docencia superan la media en un 10% y ocupan siete de los 11 primeros puestos de la clasificación.
La Universidad de Barcelona (pública) sobresale como la más productiva en investigación, seguida de otras dos catalanas —la Politécnica de Cataluña y la Pompeu Fabra—, según el trabajo elaborado con el IVIE (Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas) y con expertos en evaluación de 12 universidades españolas.
La tercera edición del U-Ranking incluye por primera vez 11 universidades privadas (de un total de 30)
En productividad docente, comparten el primer puesto las privadas de Deusto y Navarra, seguidas de la Pompeu Fabra y Ramon Llull, que coinciden en puntuación en el segundo lugar (ver cuadro superior). Las mejores en innovación y desarrollo tecnológicos son la Politécnica de Cataluña y la Politécnica de Valencia.
Las 14 universidades con más investigación son públicas, en un listado en el que solo dos universidades privadas aparecen entre las 25 primeras, situándose un 40% por debajo de la media del sistema. Ocho de las 10 primeras en desarrollo tecnológico e innovación son públicas frente a un nivel medio de productividad de las privadas un 20% inferior.
Por comunidades, Cataluña, Navarra, Cantabria, la Comunidad Valenciana, Madrid y las Islas Baleares son las regiones que superan la media de productividad. Francisco Pérez, director del trabajo y catedrático de la Universidad de Valencia, destacó que la diferencia es directamente achacable a las políticas de cada región: “No todas tienen los mismos recursos ni gastan en universidades con igual intensidad”.
La tercera edición del U-Ranking incluye por primera vez 11 de las 30 universidades privadas que se suman a 48 de los 52 campus públicos españoles. Para el trabajo emplea 25 indicadores y solo ha puntuado a aquellos centros que disponen de datos de al menos 18 de ellos.
El trabajo señala que los recortes en plantilla y recursos —un 5,8% menos de personal entre 2010 y 2013 y 600 millones de euros menos en recursos, según los investigadores— han afectado al volumen de productividad en las universidades públicas respecto a la edición del año pasado. Destaca un descenso de la producción en un tercio de las universidades públicas —16 empeoran, 27 lo mantienen y 5 lo mejoran— y lo achaca al menor presupuesto sobre todo en actividades de investigación y transferencia (innovación tecnológica).
Francisco Pérez explicó que las universidades necesitan una financiación estable para funcionar y recordó que sus recursos suponen un 1,3% del PIB frente al 1,4% de media de los países de la UE. El trabajo recalca que “las importantes diferencias existentes en las posiciones” en función de cada una de las tres variables “advierten del sesgo que pueden generar los rankings generales que se basan solo, o fundamentalmente, en indicadores de investigación”.
El ministro de Educación se refiere así al informe de la reforma fiscal encargado por el Gobierno, que valora el copago en etapas no obligatorias como una medida para mejorar la «equidad y justicia» del sistema
José Ignacio Wert ha mencionado como ejemplo las enseñanzas universitarias y la educación de 0 a 3 años
El titular de Educación ha atribuido las palabras de Montserrat Gomendio sobre el gasto en profesores en la última década a un «error de transcripción» del Ministerio
La insuficiencia financiera ahoga a los campus españoles. Pierden fondos y docentes mientras los alumnos se quedan sin becas para pagar unas tasas abusivas. La iniciativa privada aparece como la tabla de salvación, pero su entrada en las universidades públicas abre la puerta a un cambio de modelo que puede pervertir su función social.
Rubalcaba ha reprochado al presidente que se hayan endurecido los requisitos para el acceso a las becas y que la cuantía media de las ayudas haya bajado 300 euros, tal y como afirmó Wert el pasado jueves
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha negado en el Congreso de los Diputados «que se hayan alterado los umbrales de renta y patrimonio para optar a una beca ni que se haya reducido el número ni la cuantía de las ayudas», y ha asegurado que en el curso actual «hay más estudiantes becados que nunca«.
Montserrat Gomendio, secretaria de Estado de Educación, Formación y Universidades, critica en Brasil la inversión en Educación en España durante la última década
«La mayor parte de la inversión se ha desviado a reducir la ratio alumno-profesor y a mejorar el salario de los profesores», ha dicho Gomendio
La secretaria de Estado participaba en unas conferencias sobre las capacidades de los adultos, en cuyo informe PIACC España ha obtenido bajos resultados
Así, ministro Wert, se destroza y se desmantela la educación pública. Así, ministro Wert, se consigue una educación elitista, para los ricos. Así, ministro Wert, se priva a una sociedad de su pilar fundamental: la educación. Así, ministro Wert, se miente.
La cifra de alumnos se redujo un 0,8% en el curso 2012-2013. El secretario general de Universidades, Federico Morán, lo atribuye al descenso de población y no a los recortes de Wert
Los estudiantes pertenecen a siete posgrados distintos de la Universidad de Valladolid
Todas las denegaciones comparten el mismo motivo, que no responde a la situación de ningún afectado: «Poseer título del mismo o superior nivel al de los estudios para los que se solicita la beca»
La universidad ha acordado esperar a la resolución de las alegaciones para reclamar a estos estudiantes el pago de la matrícula
Javier Mayoral Profesor de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid
Hace unas semanas, a propósito de la corrupción política, un compañero de trabajo comentó: “ya no basta con saber a qué dedican el dinero de todos; ahora debemos exigirles además que expliquen con detalle qué hacen, cómo y cuánto trabajan, en qué tareas concretas emplean su tiempo”. Me parece que ese planteamiento general puede ser muy útil. Y no solo para los políticos. Porque la opacidad, letal en política, resulta también dañina casi en cualquier ámbito de la vida pública.
Pensemos, por ejemplo, en la enseñanza universitaria. ¿Sabemos de verdad a qué se dedica un profesor? ¿Sabemos cuántas horas reserva cada mes para preparar sus clases o para atender a los alumnos? ¿Sabemos cuánto y cómo investiga? ¿Lo sabe la propia Administración? ¿Lo saben los órganos de dirección de cada universidad? Me temo que todo esto se conoce. O al menos se intuye. Lo sorprendente es que aún no se haya generado un debate en profundidad sobre el modelo de profesor universitario al que parecemos estar abocados. Digo más: me extraña que nadie proteste, que todo permanezca en aparente calma, que continuemos simulando con dignidad y aplomo que nos esforzamos en enseñar –o en aprender– del modo más racional posible.
Se acaba de emplear un verbo de vital importancia: enseñar. En España, hasta hace unos quince o veinte años, el profesor universitario se ocupaba fundamentalmente de señalar el camino del conocimiento. Enseñar viene de insignāre: “señalar”, en latín vulgar. El trabajo del profesor consistía en guiar a los alumnos. La tarea docente resultaba esencial. La faceta de investigador quedaba en segundo plano. Era entonces facilísimo encontrar docentes que no investigaban. Ni mucho ni poco: sencillamente no dedicaban ni un solo segundo de sus vidas a la investigación. Para solucionar esa evidente deficiencia, las autoridades políticas y académicas consideraron necesario incentivar la producción científica en los centros universitarios.
Ese cambio, tan necesario y lógico, acabó por desatar una furia de estremecedoras consecuencias. Aquel profesor que ejercía antaño de maestro, a la vieja usanza, quizá debía transformarse y adaptarse a un nuevo entorno. Quién lo discute. Quién discute que era y sigue siendo necesario combatir el amiguismo, ese tráfico de favores que suele asociarse a la palabra “endogamia”. Lo que ocurre es que las autoridades políticas y académicas, buscando a toda velocidad investigadores, han establecido una serie de criterios que ignoran a los verdaderos profesores. Hoy ya no importa si te esfuerzas en enseñar o no te esfuerzas. Los méritos docentes no es que estén en segundo plano: es que han salido por completo de plano. Esta faceta, en comparación con la investigación, ha quedado relegada a una esfera personal, ética, individual: al buen profesor le preocupa enseñar, aunque en realidad nadie –excepto los propios alumnos, con un poco de suerte– vaya a premiar ese esfuerzo. Las autoridades políticas y académicas conceden a esta tarea docente una importancia absolutamente marginal. Hasta el punto de que, en muchos casos, estos méritos se miden solo a través de años de docencia. Curioso criterio: el mérito consiste en acumular trienios y quinquenios. Mientras tanto los alumnos pasan a ser actores secundarios, salvo en lo relativo al precio de las matrículas.
Para colmo de males, el profesor/maestro tradicional no se ha transformado realmente en profesor/investigador, como a veces quisiéramos suponer. Esa conversión, en tan poco tiempo y con tan escasos recursos, hubiera sido milagrosa. Nos hemos quedado en una mutación mucho más modesta. Una mutación –me atrevo a añadir– catastrófica: el profesor/maestro se está convirtiendo, lenta pero implacablemente, en un publicista/burócrata. Porque hoy el verdadero trabajo del supuesto investigador universitario consiste, no en enseñar a los alumnos (como parece obvio), sino en publicar artículos y en coleccionar citas. Los artículos deben aparecer en una selecta nómina de revistas. El valor del contenido de los textos no se evalúa: se delega en los criterios –muchos, a veces complejísimos– empleados para medir el “impacto” de las revistas académicas. La idealización de esas contadas cabeceras ha sido considerada alguna vez una absurda e ineficaz tiranía que poco tiene que ver con la verdadera ciencia. No obstante, incluso esa torpe sacralización podría resultar aceptable, como mal menor, si no fuera por la disparatada e infernal maquinaria burocrática, llena de recovecos y picarescas, que finalmente se ha desatado. Como resultado de todo lo anterior, el profesor universitario no es ya un guía para los alumnos, ni tampoco un investigador en sentido estricto, sino más bien un mero administrador de su propio currículum.
Ese gran laberinto burocrático es un magnífico lugar para perderse. Y para dejarse seducir por el utilitarismo. El único problema es que alguien –como quizá acabe ocurriendo con los políticos– nos pregunte un día a los profesores: ¿a qué os dedicáis? ¿En qué tareas concretas empleáis vuestro tiempo? ¿Cómo, cuánto y en qué trabajáis? Por eso, preventivamente, confieso aquí que me parece disparatado imponer un solo modelo de profesor universitario empeñado en (obsesionado con) investigar. Confieso además que me parece un dislate entender que solo determinado tipo de trabajos publicados en determinado tipo de revistas merece cierta consideración. Confieso que me avergüenza ir coleccionando citas por doquier, y perder tanto tiempo en esa recolección, para demostrar que mis publicaciones son meritorias. Confieso que alguna vez he dejado sin destacar algún libro recién publicado: nadie lo había citado aún. Confieso que me ruboriza comportarme así, sometiéndome a esta clase de criterios contables.
Confieso también que el pasado mes de diciembre dediqué diez veces más tiempo a organizar mi currículum (para solicitar un sexenio de investigación) que a preparar clases. Confieso que incluso asistí a un curso para dominar las herramientas informáticas y conocer algunos de los criterios utilizados en este tipo de convocatorias. Confieso que estuve en varias ocasiones a punto de pedir ayuda a profesionales. No me refiero a psicólogos, sino a expertos que han estudiado todos los decretos y todas las normativas necesarias para sobrevivir a tan formidable burocracia. Sí, han leído bien: hay empresas que, por una respetable cantidad de dinero, liberan a los profesores del yugo burocrático que los atormenta. En mi caso, cuando quise decidir, esa empresa había colgado en su página web el siguiente mensaje: “Estamos desbordados y no aceptamos gestionar más solicitudes de sexenios”.
Confieso, por último, que he perdido horas y horas (y más horas) atrapado en páginas web de ministerios u organismos de evaluación, en manuales que muy amablemente pretendían explicar lo inexplicable, en aplicaciones informáticas de mi propia universidad… Confieso que a veces, mientras analizaba los índices de impacto de no sé qué revista, me he acordado de aquellos alumnos que no estudian la materia de una asignatura, sino más bien las artimañas que les permitirán aprobar y olvidar el mal trago cuanto antes. Confieso con cierto pudor que un día, hace apenas unas semanas, me sentí aprisionado por una inhumana aplicación informática que se negaba a guardar correctamente la información de una página. Aprisionado primero (durante varias horas) y ridículo después, cuando advertí que el fallo estaba en la pestaña denominada “tipo de vía”, en la sección de “datos personales”. Torpe e ingenuo de mí: había escrito “calle”, sin más. La aplicación informática no daba por buena esa información. Tampoco permitía seguir adelante. Ni siquiera explicaba qué ocurría. Casi por azar descubrí que el terrible error consistía en no haber especificado si mi domicilio se hallaba en “calle”, “calleja” o “callejón”.
La Lomce consigue luz verde en el Congreso gracias a la mayoría absoluta de los conservadores y la abstención de UPN. La oposición, que lamenta que el texto se haya «empeorado» durante su tramitación, se declara «insumisa» a la ley